La tuberculosis en el imaginario popular.
Enrique
Fliess
Hospital Nacional Baldomero Sommer y Universidad
Nacional de Luján.
El Mycobacterium tuberculosis afecta
al género humano prácticamente desde sus orígenes. En rigor de verdad, puede
pensarse que su carácter parasitario es anterior a la aparición del Homo
sapiens, datando probablemente del primitivo período en que las formas de
vida eran exclusivamente oceánicas. Esta antigüedad como agente patógeno está
avalada por la gran cantidad de especies animales susceptibles de ser infectadas
por el mismo. En lo que a la humanidad se refiere, se han encontrado indicios de
lesiones tuberculosas en esqueletos de la Edad de Piedra y del Antiguo Imperio
Egipcio.
Setecientos
años antes de la Era Cristiana, textos médicos de la Mesopotamia hacen
referencia a pacientes que “continuamente tosen y con frecuencia escupen
sangre”, en clara referencia a la tuberculosis pulmonar.
Contemporáneamente,
la medicina védica de la antigua India hablaba de la “consunción o
enfermedad consuntiva” a la que denominaba yaksma.
Los
pueblos mediterráneos no fueron ajenos a esta patología, descripta por los
principales autores de la medicina grecorromana, y se acepta que la tuberculosis
era conocida en Grecia antes de las guerras del Peloponeso (431-404 A.C.).
Ya en
los primeros siglos de nuestra era, en los textos clásicos de la medicina china
se pueden encontrar descripciones clínicas, y, más importante que eso, la
afirmación del carácter transmisible de la enfermedad.
En lo
que a la población europea se refiere, si bien la tuberculosis fue conocida
desde la antigüedad grecorromana, comenzó a aumentar su importancia como
enfermedad endémica a fines de la Edad
Media, en forma paralela al crecimiento de la vida urbana, alcanzando su máximo
nivel en el siglo XVII. En la siguiente
centuria su importancia disminuyó, probablemente debido a la mejoría general
de las condiciones de vida, y fundamentalmente de la alimentación, que se
observó en toda Europa Occidental.
Fue
precisamente en la segunda mitad del siglo XVIII que tuvo lugar en Gran Bretaña
el acontecimiento histórico conocido posteriormente como Revolución Industrial
(término que fuera utilizado por primera vez por Friedrich Engels en 1844), y
que influyó decisivamente en el desarrollo ulterior de
la humanidad.
Este
proceso que incluye el desarrollo de la máquina de vapor, su aplicación a la
explotación carbonífera y a la industria textil y el reemplazo de la
manufactura por la producción masiva mecanizada tuvo consecuencias directas,
como el nacimiento del capitalismo industrial, e indirectas,
tales como el aumento exponencial de la población concentrada en las
ciudades, y la consecuente alteración de las condiciones de vida en las mismas.
El surgimiento de centros industriales como Manchester o Glasgow, que antes eran
poblaciones rurales, el rápido crecimiento demográfico de las grandes ciudades
como Londres, y el predominio de relaciones socioeconómicas y laborales
diferentes a las del ancien régime, se fue extendiendo paulatinamente al resto de Europa
Occidental, y constituyó el caldo de cultivo para la difusión masiva de la
tuberculosis.
Ya en
los comienzos del siglo XIX la
consunción o tisis era considerada la enfermedad más común en Inglaterra, y
en 1815 el médico e higienista Thomas Young refería la “muerte prematura”
de uno de cada cuatro pacientes. Veinte años después el cuarenta por ciento de
las autopsias de los hospitales de París mostraba a la tuberculosis como causa
de muerte, en tanto que en las ciudades de la costa este de los Estados Unidos
la tasa de mortalidad se elevaba al cuatro
por mil.
La
endemia había llegado para quedarse, y los recursos con que contaba la medicina
decimonónica para combatirla eran sumamente escasos, no yendo más allá de
prescripciones higiénicas y alimentarias. Los adelantos de la bacteriología
llevaron al descubrimiento del Mycobacterium
tuberculosis y su identificación como agente causal de la enfermedad
(Robert Koch, 1882). Este hecho probó incontrastablemente el carácter
infectocontagioso de la tuberculosis, e influyó en la búsqueda de soluciones
terapéuticas y sanitarias.
Comenzaron
las campañas orientadas a la detección de pacientes y al aislamiento de los
mismos, y el establecimiento de sanatorios específicos, ubicados por lo general
en zonas montañosas o llanuras de
clima seco. La medicina alemana fue pionera en el desarrollo de estas
instituciones, pudiendo citarse las instaladas en los montes Taunus, cerca de
Frankfurt y en la Selva Negra, que fueron seguidas por los sanatorios suizos,
franceses y estadounidenses.
Al
despuntar el nuevo siglo la lucha contra la tuberculosis había entrado
decididamente en su etapa científica, al mismo tiempo que era incuestionable
que la enfermedad constituía uno de los principales problemas de salud pública
a nivel mundial. Como muestra de ello puede mencionarse que en 1900 se
denunciaron en Gran Bretaña 43.000
defunciones por tuberculosis, para una población estimada en treinta y tres
millones de habitantes, lo cual arroja una tasa de mortalidad de 1,33‰.
Contemporáneamente las tasas de Francia, Alemania y los Estados Unidos eran de
0,88‰, 2,01‰ y 2,06‰ respectivamente.
La
percepción de la magnitud de la endemia fue instalándose en el seno de la
sociedad, y tuvo su correlato en las distintas manifestaciones sociales y
culturales. De cómo se exteriorizó este impacto nos ocuparemos a continuación.
La
construcción del imaginario.
La imagen que un
grupo social construye alrededor de un dato de la realidad puede tener un mayor
o menor grado de aproximación al mismo, puede ser verosímil o bien deformarlo
por completo. No obstante, es innegable que si esta imagen se afianza con el
correr del tiempo, pasa a ser un hecho en sí misma, más allá de que sea o no
un reflejo fidedigno del objeto que la originó. En el caso de la lepra, la
desafortunada traducción al griego del término arameo tsaraath (escama)
utilizado en los textos bíblicos, colaboró grandemente en atribuir a esta
enfermedad un carácter de castigo divino, que originó un prejuicio que se
arrastra hasta nuestros días.
El hecho de que el
auge de la tuberculosis se produjera en un período histórico signado por la
racionalidad y la creencia en la ciencia y el progreso continuo, quitó a las
construcciones imaginarias que la rodearon el elemento mágico
generado por otras enfermedades. Esto no quiere decir que a su alrededor
no se generara una suerte de moderna mitología, en la que tuvo mucho que ver la
forma en que la tisis afectó al conjunto de la sociedad. Aunque la endemia castigó
preponderantemente a la población urbana de menores recursos, las clases
acomodadas no escapaban al contagio, y una larga lista de personalidades
destacadas se vio afectada por el mal. Poetas como Lord Byron, Shelley, Keats o
Bécquer; músicos del talento de Chopin, Paganini o Weber; pintores como
Watteau y Modigliani. No sólo los artistas fueron víctimas célebres del Mycobacterium
tuberculosis. Laennec, a quien se deben las descripciones más
detalladas de esta sintomatología, murió de tuberculosis pulmonar, lo mismo
que Bichat. Simón Bolívar, el libertador venezolano, alternó sus campañas
militares con los embates de la enfermedad, y finalmente sucumbió a la misma,
al igual que Napoleón II, duque de Reichstadt, hijo del gran corso y de María
Luisa de Austria.
La literatura romántica reflejó las vivencias de la
sociedad europea frente a lo que se
dic en llamar la “peste
blanca”. Desde que Goethe publicara La pasión del joven Werther, se desató una reacción contra las
normas estéticas del clasicismo,
basadas en la armonía y el culto a la razón. El romanticismo rescató lo tétrico
y fantasmal, las heroínas lánguidas y semitransparentes, y en ese ambiente la
tuberculosis más que una enfermedad llegó a ser una moda.
Dos novelas,
concebidas originalmente como folletines, son los ejemplos más perdurables de cómo
se visualizaba el mal du siècle en la
primera mitad del siglo XIX. En 1848 Henri Murger, un escritor y periodista
francés que había sido secretario de Tolstoi, publicó Escenas de la vida bohemia. La obra, que relata las ilusiones,
amores y sufrimientos de un grupo de artistas y estudiantes parisinos, de los
cuales Rodolfo, el protagonista, es un alter
ego de Murger, obtuvo un inmediato éxito editorial. Aparecida con
anterioridad por entregas en las páginas del semanario
Le Castor con el nombre de Vida
bohemia, fue llevada a las tablas por su autor en colaboración con Theodore
Barrère, constituyendo un suceso teatral a fines de 1849. Medio siglo después,
el libreto inspiraría a Giacomo Puccini para componer La Bohème, una de las óperas más representadas de la historia.
La tuberculosis no
está ausente de la trama de la obra (no en vano Murger mismo morirá de esta
enfermedad en 1861). Mimí, la heroína, una grisette
parisina que compartió alegrías y penurias con Rodolfo, Marcelo y Musetta,
termina sus días como “el número ocho”
de una sala de mujeres del Hòspital
de la Pitié, esperando en vano el ramo de violetas que su amante no le pudo
comprar.
Escenas
de la vida bohemia tiene un fuerte
carácter autobiográfico, y la mayoría de sus personajes existió en la
realidad. Mimí no escapa a esta regla, y todo indica que fue una muchacha
proletaria que compartió por un tiempo la existencia
bohemia de Murger y sus amigos. Vale la pena detenerse aquí, para señalar
que en esta novela quedan estereotipados dos conceptos que se volverán
recurrentes en la literatura. Ellos son la asociación de la tisis
con la pobreza por un lado, y con la vida desordenada por el otro.
Contemporáneo de
Murger fue Alejandro Dumas (h). Si bien sus orígenes fueron disímiles ( el
primero era hijo de un exiliado alemán que se ganaba la vida como sastre;
el segundo, hijo natural del prolífico novelista homónimo) compartieron
experiencias parecidas, y sus obras son un reflejo de las mismas.
Unos meses después
de Escenas de la vida bohemia salió a
la venta La dama de las camelias. El
escenario en el que se desarrolla la acción es muy distinto al de la obra de
Murger. En lugar de bohardillas y cafés de artistas, con el fondo pintoresco de
Montmartre, palacios y teatros del París de Luis Felipe de Orléans. Los
protagonistas no serán pintores y poetas, sino aristócratas y burgueses
adinerados, amantes de la vida nocturna. Por fin, Margarita Gauthier, la heroína, es una cortesana de alto
vuelo. Pero más allá de las diferencias superficiales,
las dos obras tienen similitudes profundas. Ambas relatan amores desgraciados,
al mejor estilo de la literatura romántica, y lo que es más importante a los
fines de este trabajo, tanto Mimí como Margarita mueren de tuberculosis, y la
evolución de su enfermedad es parte central de la trama.
Desde el momento que
los ambientes descriptos son diferentes, las alternativas vividas por las
protagonistas también lo son. Margarita tendrá un breve lapso de mejoría
durante su estadía campestre, pero recaerá definitivamente a su regreso a París.
Claro que no morirá en La Pitié como
Mimí; lo hará en su casa,
asistida por su médico de cabecera y por Armando Duval,
su consecuente enamorado.
Pero las
coincidencias continúan. Así como Henri Murger se disfrazó de Rodolfo,
Armando Duval no es otro que Dumas. También Margarita tuvo, al igual que Mimí,
una existencia terrena. Su nombre era Alfonsina Plessis, aunque en su breve paso
por la vida mundana se hizo llamar María Duplessis, y murió en 1847, a los
veintitrés años de edad. También La
dama de las camelias llegará al teatro, aunque después de soportar algunas
vicisitudes. Dramatizada en 1849 por el propio Dumas, la censura francesa
impedirá su representación hasta 1852, en que es estrenada con éxito.
Al igual que lo
ocurrido con Escenas de la vida bohemia,
La dama... mantendrá su vigencia gracias a su transformación en ópera lírica.
No bien puesta en escena, Giuseppe Verdi
se interesa por la pieza teatral, a partir de la cual compone La
Traviata, confiando el guión a Francesco María Piave, quien ya había sido
su libretista en Hernani, Il Corsario y
Rigoletto, entre otras óperas. Piave
cambia los nombres de los personajes: Margarita Gauthier será Violetta Valèry,
y Armando Duval se transformará en Alfredo Germont, pero la historia no sufre
modificaciones importantes.
La
Traviata se estrenó en el Teatro Fenice de Venecia, el 6 de marzo de 1853 y
constituyó un rotundo fracaso de público y de crítica. Parte del mismo tuvo
que ver con la enfermedad de la protagonista. En el último acto, Violetta,
consumida por la tuberculosis, sin fuerzas para cambiarse de ropas, muere en
escena, rodeada por Alfredo y George Germont y el doctor Grenvil.
Fanny
Salvini-Donatelli, la soprano que tuvo a su cargo el papel protagónico, era, a
la usanza de la época, una cantante regordeta y de aspecto saludable. Sus
esfuerzos por representar el rol de una moribunda no fueron convincentes, y cada
vez que intentaba simular la tos de una tuberculosa terminal el público
estallaba en risas y abucheos. Quizás esta no haya sido la única causa del
fiasco, pero seguramente tuvo bastante que ver con el rechazo inicial a la obra
de Verdi.
Un año después,
con modificaciones en la escenografía y la règie,
La Traviata fue repuesta en el Teatro
San Benedetto, en Venecia y, en medio del debate generado por la presunta
“inmoralidad” de la obra, inició un periplo que la llevaría a ser la más
popular de las creaciones verdianas. Violettas como las interpretadas por María
Callas, Renata Tebaldi o Joan Sutherland (sin olvidar la magnífica versión de
Teresa Stratas para el cine) hacen que al llegar a la escena final, escuchando
aquel:
Cessarono
gli spasmi dei dolore
¡In
me rinasce, m’agita insolito vigor!
¡Ah!¡ Ma io ritorno a viver!
¡Oh, gioia!
prescindamos
del aspecto físico de la soprano y de la verosimilitud de sus dificultades
respiratorias, y quedemos envueltos en la magia del drama relatado por Dumas e
inmortalizado por Verdi.
La trayectoria vital de estas heroínas es un buen ejemplo de
las imágenes que la sociedad decimonónica construyó a partir de su contacto
con el Mycobacterium tuberculosis, y a
las que asoció con el desarrollo de la enfermedad. La pobreza, la mala
alimentación y el agotamiento, por un lado. La promiscuidad y la vida disipada
por el otro. Tenemos así un punto de partida para
comenzar a averiguar qué es lo que pasaba al respecto a orillas del
Plata.
Residuos
de fábrica.
Si bien la
tuberculosis es una enfermedad de larga data en nuestro país, su reconocimiento
como problema de salud pública se produce contemporáneamente con el comienzo
de la inmigración masiva, alrededor de las dos últimas décadas del siglo XIX.
La ciudad de Buenos Aires, destino inicial de esta inmigración, en los treinta
años que transcurrieron entre su capitalización (1880) y las fiestas del
Centenario tuvo un importante crecimiento demográfico y edilicio pasando de
Gran Aldea a capital de un país
moderno. El aumento de la población no estuvo acompañado por un desarrollo
paralelo de las condiciones de salubridad y de vivienda y si a esto sumamos la
industrialización incipiente, tendremos los factores necesarios para la difusión
de la tuberculosis entre los sectores populares.
Las acciones para
combatir la endemia van en paralelo con el reconocimiento de la misma. En 1887,
el entonces Director de la Asistencia Pública, José M. Astigueta propone la
creación de un hospital para pacientes tuberculosos, idea que es reflotada diez
años después por su sucesor, Telémaco Susini. Recién en 1905 se completará
la obra, inaugurándose el Sanatorio Dr.
Enrique Tornú en el barrio de Villa Ortúzar.
En 1901 es fundada
la Liga Argentina contra la Tuberculosis, cuyo primer presidente fue Samuel
Gache, y en la cual tuvieron activa participación Emilio R. Coni y su esposa,
Gabriela de Laperrière de Coni. Gracias a la actividad de la Liga, en 1902, la
Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires promulgó la Ordenanza de Profilaxis
General de la Tuberculosis, que establecía medidas destinadas a evitar la
propagación de la enfermedad.
Por la misma época,
diversos autores coincidían respecto a las causas que favorecían el contagio.
Gache hacía referencia al papel que desempeñaba la vivienda insalubre,
denunciando la existencia de gran cantidad de conventillos e inquilinatos. Nicolás
Repetto manifestaba que la enfermedad había crecido paralelamente al
industrialismo y estaba asociada a las condiciones de vida de los trabajadores.
Por fin Augusto Bunge sostenía que la tuberculosis “es una enfermedad de
sujetos débiles” y que “la víctima preferida de la tisis es el obrero, a
causa de la miseria”.
Esta óptica se verá
reflejada en la literatura de la época. En 1908 Evaristo Carriego publica sus Misas
Herejes. Nacido en Paraná en 1883, el poeta vivió desde su primera
juventud en el barrio de Palermo, donde murió de tuberculosis en 1912.
Vinculado a círculos intelectuales afines al anarquismo, produjo una obra poética
de hondo contenido social que
describe en pinceladas costumbristas la vida de los habitantes de lo que por
entonces era un suburbio de la ciudad. Varios de los poemas que integran este
volumen tienen relación con la enfermedad que lo aquejaba. Elíptica en La
queja, la referencia se vuelve melancólica en El alma del suburbio:
La
tísica de enfrente, que salió al ruido
Tiene toda la dulce melancolía
De aquel verso olvidado pero querido
Que un payador galante le cantó un día.
para alcanzar un nivel más explícito en Residuo de fábrica:
Ha
tosido de nuevo. El hermanito
que a veces en la pieza se distrae
jugando sin hablarle, se ha quedado
de pronto serio como si pensase.
después se ha levantado y bruscamente
se ha ido, murmurando al alejarse
con algo de pesar y mucho asco:
que la puerca otra vez escupe sangre.
Si el título
expresa el vínculo existente entre la condición obrera y la degradación
física de la enfermedad, en las cuartetas que reproducimos aparece otro
elemento: el rechazo que produce la presencia del paciente, aún en el seno de
su propia familia.
Jorge Luis Borges
fue uno de los primeros en intentar un análisis serio de la obra de Carriego.
No obstante no pudo con su genio, y en algún párrafo sostuvo que “su
exigencia de conmover lo indujo a una lacrimosa estética socialista, cuya
inconsciente reducción al absurdo efectuarían mucho después los de Boedo”.
Más allá de la intención peyorativa de la frase, es innegable que los
escritores y poetas pertenecientes al llamado grupo de Boedo, fueron
influenciados por Evaristo Carriego, o, por lo menos, por la veta social de su
obra.
Formados alrededor
de la figura convocante de José González Castillo, dramaturgo fundador de la
Peña Pachacamac, los hombres de Boedo (Raúl y Enrique González Tuñón, Álvaro
Yunque, Leónidas Barletta, Elías Castelnuovo, Roberto Mariani, Roberto Arlt,
Nicolás Olivari entre otros) intentaron con mayor o menor fortuna construir una
estética popular. En sus obras, herederas del realismo finisecular, las
referencias a las condiciones de vida de las clases trabajadoras son fácilmente
rastreables, y de tanto en tanto la tuberculosis asoma la cabeza.
Nicolás Olivari
publica en 1924 un poemario titulado La
amada infiel. El mismo incluye La
costurerita que dic aquel mal paso en el que propone una lectura alternativa
del poema homónimo de Carriego. Prescindiendo de lo que Borges llamara
contratiempo orgánico-sentimental de la protagonista, Olivari apunta a las
opciones de vida de la misma, sintetizándolas en tres líneas:
¡Pobre
la costurerita que dio el paso malvado!
Pobre si no lo daba... que aún estaría
si no tísica del todo, poco le faltaría.
Dos años después, en La musa de la mala pata, Olivari brindará una imagen más explícita de la relación entre los trabajadores y la tuberculosis. La dactilógrafa tuberculosa (tal el título del poema) hablará brevemente de un amor miserable, describiendo así a su heroína:
Esta
doncella tísica y asexuada
esta mujer de senos inapetentes,
rosicler en los huesos de su cara granulada
y ganchuna su nariz ya transparente.
Para terminar informándonos que:
Una
tarde sin historia, una tarde cualquiera
Murió clásicamente en un hospital.
Cercanos a la estética de Boedo fueron dos poetas que cultivaron el lunfardo como medio de expresión. Francisco Rímoli, periodista y publicista afín al anarquismo, firmaba sus creaciones como Dante A. Linyera. y dejó una obra poética original, publicada en 1928 bajo el título de ¡Semos hermanos!. Autor asimismo de letras de tango (Boedo, Florida de arrabal, Loca bohemia, El pibe Ernesto), Rímoli, que se autodefinía como seguidor de Carriego, murió en plena juventud de tuberculosis, y se refiere así a la enfermedad en su poema En la mala:
Mi
mal es de esos males que se adentran
en el bulín otario de los cuerpos
ahí se quedan nomás como en su casa.
...............................................................
¿No
ves que voy quedando como un peine
transparente, muy blanco?¡Puro hueso!
Carlos Raúl Muñoz y Pérez más conocido como El Malevo Muñoz o Carlos de la Púa, fue un personaje arquetípico del Buenos Aires de los años 20 y 30. Integró la redacción del mítico diario Crítica y en 1924 inició su carrera literaria con El sapo violeta, un curioso poemario que oscilaba entre el modernismo y el surrealismo. Pero será un libro de poemas lunfardos el que lo inmortalizaría: La crencha engrasada, aparecido en 1928. En una de sus páginas, la tuberculosis aparece en forma lateral, con la particularidad de que el enfermo no es un trabajador sino un punguista y ex presidiario, El vago Amargura:
Y
volvió de Ushuaia con la consabida
tos envenenada que atrapa el canero,
y olvidando todo se engrupe la vida
mandando a bodega su troli cabrero.
Recordemos que por aquella época los delincuentes reincidentes eran confinados
en el presidio de Ushuaia, en Tierra del Fuego, donde las condiciones de vida
eran extremadamente rigurosas, siendo la tuberculosis pulmonar una de las
enfermedades más comunes entre los reclusos.
Entre el
sentimentalismo carreguiano y la literatura comprometida del Grupo de Boedo,
ocurrió algo que incidiría fuertemente en el desarrollo de la poesía popular
del Río de la Plata. Cuando Pascual Contursi pergreñó unas estrofas sobre la
música de Lita, un viejo tango de
Samuel Castriota, no imaginaba que la obra, rebautizada Mi noche triste, marcaría un hito en la historia del género, y daría
comienzo al auge de los tangos cantados. (Aunque parezca reiterativo, vale una
aclaración. El tango cantado, no es
lo mismo que el tango canción. Tangos
con letra hubo siempre, pero las primitivas eran simples letrillas, muchas veces
anónimas y emparentadas con los cuplés. Contursi iniciará la costumbre de
narrar una historia, adosando un texto poético a una composición musical
preexistente. Por fin, se llega al tango
canción, donde letra y música están concebidas en forma conjunta, cuando
Delfino y Linning escriben Milonguita).
Si bien la
tuberculosis es aludida incidentalmente en títulos de tangos (por ejemplo, El bacilo
de Alberico Spátola o TBC de
Edgardo Donato), será en las letras de los años veinte donde la impronta de
Carriego tendrá su continuación más genuina.
En 1925 Cátulo
Castillo, hijo de José González Castillo, da a conocer Caminito del taller que será inmediatamente grabado por Carlos
Gardel.
Cultor de una poesía
de corte social, que en sus años maduros dejará de lado, Castillo recrea otra costurerita,
signada por la enfermedad y la explotación:
¡Pobre
costurerita! Ayer cuando pasaste
envuelta en una racha de tos seca y tenaz
como una hoja al viento la impresión me dejaste
de que aquella tu marcha no se acababa más.
Caminito al conchabo, caminito a la muerte
bajo el fardo de ropas que llevas a coser
quién sabe si otro día, como este podré verte
pobre costurerita, camino del taller.
Otras dos composiciones popularizadas por Gardel, agregan a la condición humilde y el sufrimiento físico el ingrediente amoroso. La más conocida de las dos es Cotorrita de la suerte, con letra de José De Grandis y música de Alfredo De Franco (1927). En el comienzo, es presentada la protagonista, con trazos que por momentos rozan la truculencia:
Cómo
tose la obrerita por las noches
tose y sufre con el cruel presentimiento
de su vida que se extingue y el tormento
no abandona a su tierno corazón..
La obrerita juguetona y pizpireta
la que diera a la casita su alegría
la que vive largas horas de agonía
porque sabe que a su mal no hay salvación.
La historia continúa con el paso del organillero y su cotorra, que en un papel de color rosa vaticina un novio y larga vida. La angustia da paso a una fugaz esperanza y a la resignación final:
Y
la tarde en que moría tristemente
preguntó a su mamita ¿no llegó?
Dos años más tarde Gardel graba Mamita, de Angel Danessi y Francisco Bohigas. Al igual que el anterior la acción se sitúa en un hogar obrero, donde la protagonista padece de tuberculosis pulmonar. Pero si en Cotorrita de la suerte, el novio es un galán ilusorio, en Mamita es un ser de carne y hueso, que abandona a su novia enferma por temor al contagio:
El
barrio desolado dormita silencioso
y todo está tan triste que infunde hondo pesar.
Y allá en el conventillo, por el tejar ruinoso
la lluvia una gotera va abriendo en el hogar.
Hay una enferma en cama que se retuerce y tose,
la rubia más bonita que en todo el barrio vi.
Y mientras que la madre dolientemente cose
aquella flor de angustia temblando le habla así.
¡Mamita! Esta noche ya no viene.
¿Que será que lo entretiene y me roba su pasión?
¡Mamita! El no verlo es mi tormento
y en mi cruel angustia siento que me falla el corazón.
En el previsible final, la muerte de la rubia se produce la misma noche que su antiguo novio se casa con otra mujer, obviamente sana. Más allá de su carácter sensiblero y hasta cierto punto truculento, esta letra pone de manifiesto otro elemento omnipresente en el imaginario, como es el rechazo y la marginación social que sufrían los pacientes tuberculosos.
Del
cabaret al hospital.
Hasta aquí
hemos pasado revista a como el imaginario, desde Carriego en adelante, visualizó
la asociación entre tuberculosis y pobreza. Es interesante destacar que en la
mayoría de los ejemplos citados, además de una condición social casi
excluyente ( miembros de la clase trabajadora), hay una preponderancia de género:
en casi todos los casos la historia gira alrededor de una mujer enferma.
Este protagonismo
femenino se acentúa si exploramos la poesía popular que se inscribe en la otra
visión de la tuberculosis legada por la literatura romántica, aquella que
emparenta la enfermedad con la mala vida.
El tono
moralizante fue desde los comienzos una constante en las letras del tango, y
confirió a las mismas un cierto maniqueísmo. El contraste entre el bien y el
mal, se simbolizó en la contraposición arrabal-centro,
conventillo-garçonnière, percal-seda.
Las protagonistas, encandiladas por las luces del centro, las alhajas y los
hombres que les hicieron mal, acababan inexorablemente pobres, enfermas y
abandonadas. El cabaret, símbolo de la vida disipada, era la contracara del
taller de costura, y se exhortaba a las pebetas de barrio a no dar el mal paso,
y cambiar su vida humilde por un lujo engañoso.
Esta línea
argumental es inaugurada por Contursi en Flor
de fango (1917) y rápidamente la tuberculosis ocupó un lugar en la misma.
El mismo autor, al narrar la decadencia de una milonguera nos contará que:
Ya
no tienen sus ojazos esos negros resplandores
Y en su cara los colores, se le ven palidecer.
Está enferma, sufre y llora, y manya con sentimiento
De que así enferma y sin vento más naides la va a querer.
(El motivo. Juan Carlos Cobián y Pascual Contursi, 1920).
Contemporáneamente, Francisco García Giménez en Zorro gris, con música de Rafael Tuegols, hará referencia al destino final de la cocotte propietaria del costoso abrigo:
Y
cuando llegue en un cercano día
de tus dolores el ansiado fin
todo el secreto de tu vida triste
se quedará dentro del zorro gris.
Siempre ha quedado la duda de si alguna
vez existió Esthercita, la Milonguita de
Delfino y Linning. Parece poco creíble que María Esther Dalto, domiciliada en
Chiclana 3148, que murió a los quince años de edad de meningitis ( ¿tuberculosa?
), fuera la protagonista de la famosa historia, como algunos autores han
pretendido. La copiosa leyenda creada a posteriori dificulta separar la paja del
trigo, y es muy difícil saber si el personaje fue real o, por el contrario,
surgió de la imaginación de Samuel Linning. Por lo tanto excluiremos a la
pebeta más linda e’ Chiclana de esta galería, ya que en ningún momento
la letra habla de enfermedad alguna.
Distinto es el caso
de la protagonista de otro de los tangos memorables de Enrique Delfino, al que
prestara versos José González Castillo. En Griseta
(1924), la francesita llegada a estas costas es evocada con ternura melancólica,
comparándola con las heroínas de Murger y Dumas, cuyo fin compartió:
Quien
diría que tu poema de griseta
solo una estrofa tendría:
la silenciosa agonía
de Margarita Gauthier
.....................................................
Y una noche de champán y de cocó
al arrullo funeral de un bandoneón
pobrecita se durmió
lo mismo que Mimí, lo mismo que Manon.
Y llegamos así al tango que homenajea a la heroína decimonónica de Dumas. Se trata, por supuesto, de Margarita Gauthier, con música de Joaquín Mauricio Mora y letra de Julio Jorge Nelson (1935). A una partitura de gran belleza se corresponde una poesía con hallazgos, aunque de menor valor. Estrenado por Alberto Gómez (quién dejó la única versión donde se canta la letra completa) fue grabado posteriormente por diversos intérpretes (Aníbal Troilo con Fiorentino, Miguel Caló con Raúl Berón, Horacio Salgán con Roberto Goyeneche), que piadosamente suprimieron la estrofa más explícita, aquella que describe la enfermedad de la protagonista:
Nunca
olvido aquella noche que besándome en la boca
una camelia muy frágil de tu pecho se cayó.
La tomaste tristemente...la besaste como loca
y entre aquellos pobres pétalos una mancha apareció.
¡Era sangre que vertías, oh mi pobre Margarita,
eran signos de agonía eran huellas de tu mal!
Y te fuiste lentamente, vida mía, muñequita
pues la parca te llamaba con su sorna tan fatal.
Cerramos aquí este capítulo con una reflexión. De una manera algo contradictoria, los letristas de tango describieron con pinceladas realistas, la dura vida de los barrios pobres, y relacionaron acertadamente la miseria y las condiciones inhumanas de trabajo con el contagio y la inexorable muerte por tuberculosis. Al mismo tiempo, alertaron sobre el peligro de las luces del centro, y el castigo que esperaba a quienes traicionaban el arrabal: la enfermedad y la muerte. Las mismas que seguramente iban a alcanzarlos si se quedaban, como con punzante ironía señalara Nicolás Olivari.
Variaciones.
El tema de la
tuberculosis no se agota en las dos vertientes referidas, aunque las mismas
constituyen las visiones clásicas al respecto.
La referencia
a los tramos finales de la enfermedad, sin precisar relaciones
causa-efecto, aparece por ejemplo en la poesía de Héctor Pedro Blomberg,
aunque puede inferirse la condición de bohemios y/o artistas de los
protagonistas:
Paloma
como tosías aquel invierno al llegar
como un tango te morías, en el frío bulevar.
.......................................................................
Envuelta en mi poncho temblabas de frío
mirando la nieve caer sin cesar.
Buscabas mis manos cantando en tu fiebre
el tango que siempre me hacía llorar.
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Siempre te están esperando, allá en el barrio feliz
pero siempre está nevando, sobre tu sueño en París.
(La
que murió en París. Enrique
Maciel, Héctor Pedro Blomberg, 1930).
Más escueta, la letra de Tu pálido final, de Vicente Demarco y Alfredo Roldán ( 1947 ) se limita a constatar la exteriorización física de la tuberculosis:
Tu
cabellera rubia caía entre las flores
pintadas del percal.
Y había en tus ojeras la inconfundible huella
que hablaba de tu mal.
En una línea argumental parecida se inscribe Ya sale el tren, de Luis Rubinstein, que Miguel Caló grabara en 1943 . Aquí se trata de un enamorado despidiendo a su novia, que viaja para someterse a un tratamiento:
Ya
sale el tren
en el confín del cielo
y en el andén
yo agito mi pañuelo.
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Y ella mi muñeca
que se ahoga con su tos
se va en el tren
mi pobre novia enferma.
Aunque la letra no lo explicita, se sobreentiende que el destino de la enferma
es alguno de los sanatorios que por aquel entonces abundaban en la provincia de
Córdoba, más precisamente en los alrededores de Cosquín.
Otro aspecto,
tratado en forma creciente a medida que la enfermedad se va transformando en una
afección crónica, con alguna esperanza de curación, es el de las vivencias
del paciente internado.
En 1933, Héctor
Gagliardi, con la colaboración musical de un juvenil Aníbal Troilo, escribe Medianoche,
donde, anticipando lo que sería su poesía posterior, dice:
Y
que triste es hermano las horas escuchar
cuando estás olvidado en el lecho tan frío,
tan frío y tan triste que da el hospital.
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Ya mañana es domingo y es día de visitas
más yo sé que una sola para mi ha de ser,
mi viejita querida que por mí tanto sufre
que tanto me dijo...¡Y yo no la escuché!
La previsible devoción materna, como último refugio afectivo del enfermo es más clara aún en ¿Porqué no has venido? de Pedro Maffia y Julio Navarrine (1926):
Te
estuve esperando...¿ porqué no has venido
a verme sabiendo que me hallo tan mal?
Mi madre tan buena, tan santa, ha querido
traerme unas rosas de tu rosedal.
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La gente comenta que cuando aclaraba
la muerte implacable llevándose fue
los últimos restos de quien exclamaba:
¿Por qué no has venido? Decime ¿por qué?
Con distintos matices la misma temática puede encontrarse en Como
se muere de amor (Álvarez, 1943) o, más rotundamente, en Como
abrazado a un rencor (Rafael Rossi y Antonio Podestá, 1931).
Como cierre, podemos
citar la que seguramente es la última letra de tango que incorpora a la
tuberculosis como un elemento del relato, aunque lo hace en forma indirecta. En
1951, la orquesta de Alfredo Gobbi (h) graba La número cinco de Oreste
Cúfaro y Reinaldo Yiso .En esta composición Yiso no alcanza los niveles
melodramáticos de Cuatro líneas para
el cielo (probablemente su obra más
conocida), pero tampoco ahorra efectismos lacrimógenos. Refiere la
historia de un adolescente, presumiblemente tuberculoso, que envía una
carta al capitán del equipo de sus amores contándole su situación y solicitándole
la camiseta con que jugará el clásico:
Desde
hace mucho tiempo, dos años más o menos
Estoy en una sala del Hospital Muñiz.
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Mi cama es la catorce, pregunte por Roberto
El lunes yo lo espero ¿no es cierto que vendrá?
Y finaliza relatando que:
El
médico de guardia, con extrañeza enorme, halló en la sala dos
once hombres y un purrete llorando que abrazaba
una número cinco contra su corazón.
La imagen de la tuberculosis que nos ofrece este tango es algo diferente de las analizadas con anterioridad. No se trata de un enfermo terminal, que, parafraseando a De Grandis, sabe que a su mal no hay salvación, sino un paciente crónico, con esperanzas de curación, que luego de dos años de tratamiento se ilusiona con volver a concurrir a una cancha de fútbol. No en vano la letra data de principios de los años cincuenta, cuando los tuberculostáticos habían comenzado a difundirse y poco a poco la sociedad comenzaba a tener otra visión de la enfermedad.
Finale.
En las páginas
anteriores hemos intentado ofrecer un panorama a vuelo de pájaro de la forma en
que el imaginario popular interpretó el impacto que la endemia tuberculosa
produjo en la sociedad, y cómo quedó plasmado en forma de creación literaria.
El período elegido no es caprichoso. La tuberculosis fue indiscutiblemente el mal
du siècle en la decimonovena centuria, y sus efectos perduraron en la
sociedad occidental hasta mediados
del siglo XX.
La mejora en las
condiciones generales de vida y, como ya dijimos, la aparición de una
quimioterapia efectiva cambiaron la situación, y la peste blanca fue transformándose en una enfermedad exótica. La
literatura reflejó este cambio: en las últimas décadas es difícil encontrar
ejemplos similares a los que hemos analizado en este trabajo. Una excepción sería
Boquitas pintadas, la novela publicada por Manuel Puig en 1970,
donde con una técnica folletinesca efectúa una aguda descripción de la vida
en una pequeña ciudad del interior bonaerense. Juan Carlos Etchepare, el
protagonista, contrae la enfermedad, y uno de los ejes de la obra se centra en
como este hecho impacta a quienes lo rodean ( familiares, amantes, compañeros
de trabajo). Pero hay que recordar que la acción de la novela está situada
entre 1937 y 1947, por lo que la misma puede considerarse una pintura de época
y no el reflejo de una realidad contemporánea.
Los avances terapéuticos
y sanitarios parecían dar la razón a quienes, como la Organización Mundial de
la Salud, hablaban de un siglo XXI en el que la tuberculosis sería un recuerdo
del pasado. Se desactivaron servicios especializados, los antiguos sanatorios
fueron cerrados o transformados en hospitales generales, y la Tisioneumonología
pasó a llamarse Neumonología a secas.
Sin embargo, el Mycobacterium
tuberculosis no estaba definitivamente derrotado. Su relación con el género
humano constituye un equilibrio ecológico edificado durante milenios, capaz de
alternar etapas de virulencia y largos períodos de latencia. La aparición del
HIV y la consecuente eclosión del síndrome de inmunodeficiencia adquirida
dieron a las micobacteriosis una nueva dimensión, favorecida por la aparición
de cepas resistentes a la quimioterapia. Si a esto sumamos las condiciones de
exclusión social de vastos sectores de la población generadas por el
capitalismo posindustrial, están dados todos los ingredientes para un nuevo
florecimiento de la enfermedad que fuera símbolo del romanticismo.
Como acorde final,
bien podemos hacernos una pregunta. Si dentro de cincuenta o de cien años algún
investigador curioso se ocupa de este tema ¿ encontrará huellas del mismo en
el imaginario de la posmodernidad? Y si esto ocurriera ¿ cómo será la imagen
de las Mimís o las Margaritas del siglo que se avecina?
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